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8. Políticas del cuerpo y educación
En la escuela el reflejo de la inercia moderna parece socavar la cotidianeidad. En su seno, se produce una economía del tiempo que premia la productividad, el trabajo y el rendimiento; la distracción o cualquier disturbio que pueda significar su desaprovechamiento queda expresamente limitada. En esa economía la institución debe ejercer el control para desactivar la dispersión. La disciplina procura intervenir el cuerpo, elemento clave en la fisonomía escolar, caracterizado por la maleabilidad, la sumisión y el silencio que lo invisibilizan y confunden en la monocronía escolar (Terigi, 2013).
Un cuerpo significado por la normalidad, entendida como aquello que se ajusta a las pautas escolares. Un cuerpo silenciado bajo la aparente eficacia del orden. Un cuerpo que para (in) existir debe incorporar las señales, los gestos, las campanas, la simple mirada del maestro. Un cuerpo que se construye en los signos con los que se imprimen las rutinas escolares, que se constituye en un blanco de poder. Es en el espacio escolar donde se produce un implacable y a la vez sutil sometimiento del cuerpo, del sujeto. Así, “la intervención pedagógica fue cada vez más la intervención del cuerpo: salud, higiene, descendencia, raza (Foucault, 1976, p. 151).
Este es el legado del cuerpo que la burguesía, plegada al discurso científico, extendió sobre la sociedad a través del tamiz escolar; nos encontramos con ello en la matriz de lo que llamó “escolarización del cuerpo”. (Rodríguez, 2017, p 28). La emergencia de nuevas formas escolares y otros trayectos educativos nos invita a reflexionar sobre las políticas del cuerpo enraizadas en el campo de la educación y su necesaria revisión e interpelación.